Aquella noche durmió sola. Esta vez nadie la acompañaba, y es curioso, porque tenía la costumbre de compartir su cama siempre con alguien...
y de repente ese
vacío, otra vez. Siempre era lo mismo, aunque su compañía cambiara cada noche
con las sabanas, ella se sentía igual, desde ese estúpido día en el que él se
largó, dejándola con aquel repúgnate vacío. Nada la llenaba, ni la lujuria, ni
todos esos besos ahogados en alcohol, ni aquellos acompañantes, que nunca se
quedaban hasta el desayuno. Esas cuatro paredes la asfixiaban a recuerdos que
se quedaban a joder, porque ni siquiera se ahogaban entre tantas lágrimas. Pero
sin duda lo que más le judía era que nadie aprendería a abrazarla como lo hacía
el y que ya nada volvería a ser como antes como cuando desayunaba acompañaba ,
como cuando ese asqueroso vacío no existía. El jamás volvería a ocupar la
mitad de su cama esa mitad que seguía teniendo su olor aun cambiando las
sabanas. Y echa un ovillo debajo del edredón y de millones de lágrimas, se dio
cuenta, que jamás dormiría como lo hacía a su lado, que nunca volvería a estar
bien. Y fue en ese preciso momento, en el que se levantó, se vistió y se pintó,
intentando ocultar sus hinchados ojos, y salió a intentar comerse el mundo y de
paso unas cuantas bocas más. Solo eso calmaría su llanto y aunque ese vacío
siguiera doliendo cada vez más, intentó ignorarlo.
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