Dicen que enamorarse es un acto reflejo… como tener miedo.
Yo fui una niña sin miedo: no me asustaban los fantasmas,
ni los monstruos, ni la oscuridad. Podía mirar debajo de la cama
segura de que no había esqueletos ni vampiros.
Podía enfrentarme a las niñas de 5º segura de que no me quitarían
la merienda. Y así, hasta hoy, segura de que puedo coger una magnum y avanzar por un callejón vaciando el cargador,
porque no es eso lo que me da miedo. Lo que me aterra es decir
que sí a algo que no podré cambiar mañana, pensar en un sofá
para toda la vida, en un crédito hipotecario,
en una declaración conjunta o en un “esta tarde tenemos que hablar”, buscar colegios y canguros y pensar en un lugar para
vivir cuando ya no tengamos pulso para sostener la magnum.
Y de pronto todo ese terror se empieza a disfrutar como el looping
de una montaña rusa, y eso es la felicidad.